Quizá el desinterés que me empujó a no ver el partido del miércoles es el mismo que le empujó al equipo a no disputarlo como merecía. Claro que una cosa es el aficionado y otra debe de ser el futbolista. Digo “es” y “debe de ser”, respectivamente, porque al aficionado lo conozco pero al futbolista apenas, más allá de las sensaciones que me produce como aficionado.
El aficionado es como un huésped. El aficionado acepta unas condiciones, comprobadas previamente, de pensión: la habitación, la limpieza, la comida o el precio. Si alguna de estas condiciones no se da o empeora el acuerdo, el huésped se quejará al hospedador. Eso es lo que hace mayormente el aficionado: se queja al hospedador.
Lo que sucede en el Madrid es que el huésped es muy exigente y en no pocas ocasiones un impertinente. Este huésped madridista duerme en camas limpias, frescas y aireadas, en habitaciones elegantes y cálidas. Come los mejores productos del mercado a un precio razonable en un ambiente de distinción y belleza. Pero cuántas veces parece no apreciarlo.
Fue Manuel Jabois quién dijo algo parecido a que no ser del Madrid es como renunciar voluntariamente a la felicidad, claro que ser del Madrid no proporciona la felicidad de forma automática. Lo vemos con cada partido, con cada pre y post partido. Con cada resaca de partido. Hay aficionados del Madrid que parecen ser absolutamente infelices.
A mí no hay quien me quite la felicidad de ver al Madrid, mi felicidad atávica, pero me alegro de no haber visto el partido del miércoles. Me alegro de que ese desinterés fuera tan oportuno. Es como si hubiera desarrollado la capacidad de predesechar los peores momentos de un Madrid raro que a veces, y ya van unas cuántas en los últimos tiempos, parece difuminarse como la foto de familia de Marty McFly.
Yo no vi el partido, pero cuando me enteré del resultado sentí una especie de punzada. Ese algo que produce un gesto similar al de una molestia repentina. Como una flatulencia o una jaqueca. El aficionado eso lo lleva mal, como el flatulento o el ajaquecado. En realidad, el aficionado se siente apalizado. La paliza del campo es una paliza en los lomos del aficionado que hoy está por ahí dolorido haciendo las cosas de su vida.
En una derrota como ésta no es que el servicio de la pensión haya estado mal o esté mal, sino que han entrado los ladrones, varias veces ya (como en Éibar), y han robado y sustraído las pertenencias del aficionado sin que esos futbolistas, esos hospedadores, hayan hecho lo requerido en los términos del acuerdo.
Ladrones, además, de poca monta para el Madrid (con todos mis respetos, entiéndase, al mérito indudable de Éibar y CSKA, siguiendo estos dos ejemplos), ante los que parece sencillo poner soluciones rápidas y efectivas que no se dan, cualquiera diría por abulia y falta de profesionalidad de los empleados de este establecimiento que tiene a los huéspedes extrañamente mosqueados en una extraña temporada donde a cada fracaso le sigue una nueva oportunidad.
Es como si los robos los estuviesen haciendo agradables y traviesos duendecillos del bosque. Robos, por lo tanto, fácilmente subsanables y resarcibles hasta el siguiente desvalijamiento, tras el que aparecerá un nuevo día con todas sus expectativas intactas. El aficionado de este modo está entre adormecido e indignado.
Yo mismo ayer me enfadé al conocer la noticia de la derrota contundente e inexplicable, y a los pocos segundos estaba aliviado como por un analgésico intravenoso llamado “Primeros de grupo”. Nada de lo que sucede lo esperaba el aficionado, el huésped molesto al que en cada partido le desaparece algo que instantes después es repuesto por otra cosa diferente que le hace continuar con su pensionado.
La derrota es la pérdida, el robo, y la expectativa la esperanza que sufre el aficionado, al que mantiene con vida, a lo vampiro, entre este mundo y el de más allá, ese futbolista que pierde con aparente indolencia cero a tres en la Copa de Europa y que sin embargo continúa aspirando a todo a sabiendas de que esas aspiraciones, como el desinterés caprichoso del que hablaba al principio, pueden dejar de ser las mismas para el futbolista y el aficionado cuando, de seguir la costumbre, éste se harte (y por buenas razones) no de los alegres duendecillos sino de los hospedadores que los dejan campar a sus anchas como si este establecimiento único fuera cualquier motel de carretera.
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