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Channel: Mario De Las Heras - La Galerna
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Han entrado los ladrones

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Quizá el desinterés que me empujó a no ver el partido del miércoles es el mismo que le empujó al equipo a no disputarlo como merecía. Claro que una cosa es el aficionado y otra debe de ser el futbolista. Digo “es” y “debe de ser”, respectivamente, porque al aficionado lo conozco pero al futbolista apenas, más allá de las sensaciones que me produce como aficionado.

El aficionado es como un huésped. El aficionado acepta unas condiciones, comprobadas previamente, de pensión: la habitación, la limpieza, la comida o el precio. Si alguna de estas condiciones no se da o empeora el acuerdo, el huésped se quejará al hospedador. Eso es lo que hace mayormente el aficionado: se queja al hospedador.

Lo que sucede en el Madrid es que el huésped es muy exigente y en no pocas ocasiones un impertinente. Este huésped madridista duerme en camas limpias, frescas y aireadas, en habitaciones elegantes y cálidas. Come los mejores productos del mercado a un precio razonable en un ambiente de distinción y belleza. Pero cuántas veces parece no apreciarlo.

Fue Manuel Jabois quién dijo algo parecido a que no ser del Madrid es como renunciar voluntariamente a la felicidad, claro que ser del Madrid no proporciona la felicidad de forma automática. Lo vemos con cada partido, con cada pre y post partido. Con cada resaca de partido. Hay aficionados del Madrid que parecen ser absolutamente infelices.

A mí no hay quien me quite la felicidad de ver al Madrid, mi felicidad atávica, pero me alegro de no haber visto el partido del miércoles. Me alegro de que ese desinterés fuera tan oportuno. Es como si hubiera desarrollado la capacidad de predesechar los peores momentos de un Madrid raro que a veces, y ya van unas cuántas en los últimos tiempos, parece difuminarse como la foto de familia de Marty McFly.

Yo no vi el partido, pero cuando me enteré del resultado sentí una especie de punzada. Ese algo que produce un gesto similar al de una molestia repentina. Como una flatulencia o una jaqueca. El aficionado eso lo lleva mal, como el flatulento o el ajaquecado. En realidad, el aficionado se siente apalizado. La paliza del campo es una paliza en los lomos del aficionado que hoy está por ahí dolorido haciendo las cosas de su vida.

En una derrota como ésta no es que el servicio de la pensión haya estado mal o esté mal, sino que han entrado los ladrones, varias veces ya (como en Éibar), y han robado y sustraído las pertenencias del aficionado sin que esos futbolistas, esos hospedadores, hayan hecho lo requerido en los términos del acuerdo.

Ladrones, además, de poca monta para el Madrid (con todos mis respetos, entiéndase, al mérito indudable de Éibar y CSKA, siguiendo estos dos ejemplos), ante los que parece sencillo poner soluciones rápidas y efectivas que no se dan, cualquiera diría por abulia y falta de profesionalidad de los empleados de este establecimiento que tiene a los huéspedes extrañamente mosqueados en una extraña temporada donde a cada fracaso le sigue una nueva oportunidad.

Es como si los robos los estuviesen haciendo agradables y traviesos duendecillos del bosque. Robos, por lo tanto, fácilmente subsanables y resarcibles hasta el siguiente desvalijamiento, tras el que aparecerá un nuevo día con todas sus expectativas intactas. El aficionado de este modo está entre adormecido e indignado.

Yo mismo ayer me enfadé al conocer la noticia de la derrota contundente e inexplicable, y a los pocos segundos estaba aliviado como por un analgésico intravenoso llamado “Primeros de grupo”. Nada de lo que sucede lo esperaba el aficionado, el huésped molesto al que en cada partido le desaparece algo que instantes después es repuesto por otra cosa diferente que le hace continuar con su pensionado.

La derrota es la pérdida, el robo, y la expectativa la esperanza que sufre el aficionado, al que mantiene con vida, a lo vampiro, entre este mundo y el de más allá, ese futbolista que pierde con aparente indolencia cero a tres en la Copa de Europa y que sin embargo continúa aspirando a todo a sabiendas de que esas aspiraciones, como el desinterés caprichoso del que hablaba al principio, pueden dejar de ser las mismas para el futbolista y el aficionado cuando, de seguir la costumbre, éste se harte (y por buenas razones) no de los alegres duendecillos sino de los hospedadores que los dejan campar a sus anchas como si este establecimiento único fuera cualquier motel de carretera.

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Mourinho debe volver al Madrid

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No crean que lo pienso porque no me gusta Solari. Mis razones son mucho más pueriles. Cada vez que veo un rapadito lateral, por ejemplo, el de Marco Asensio, me dan ganas de llevarlo cogido de la oreja hasta la barbería. No hasta la peluquería, no. Hasta la barbería donde un señor con peluquín y un baby azul cielo bajo cuyo cuello sobresale el nudo de una corbata, digamos que marrón, le recorta las patillas como don Santiago manda, mientras, desde el transistor negro que hay al lado de la brocha de pelo de castor, hablan sobre las distintas clases de café que hay en el mundo, y el hombre sonriente y perfumado de Floid observa la escena desde la repisa, justo al lado del gran espejo.

Sólo por eso debe de volver Mourinho. Incluso este Mourinho crepuscular que antes asesinaba a mujeres y niños y ahora cría cerdos con la ayuda de sus dos hijos huérfanos en un páramo abandonado donde no ondean más banderas que sus ropas puestas a secar. Que le pregunten a Benzema lo que Mourinho significó en su vida y en su carrera profesional. Cuántos Mourinhos le hacen falta a Marco. A lo mejor ninguno, pero desde aquí parece que sí. Al menos uno que le hable alto al oído, que no lo deje. Uno que le insista. Todo el tiempo. Puede que sólo así se sepa si Asensio va a llegar. O puede que sólo así Asensio llegue.

Mourinho ha tenido unas cuántas veces razón en su carrera, y no es porque él mismo se encargue de recordarlas. Este Madrid está para muchas cosas si se acaban las autonomías. Mourinho sería como Vox en política, pero no de boquilla. Mourinho suprimiría las autonomías de verdad y Ramos tendría que volver a centralizarse en el equipo de donde nunca debió salir como sale de su zona de central. A mi Ramos saliendo con el balón de su zona de central me recuerda a un picador saliéndose demasiado de las líneas, como si la lidia fuera suya y no del matador. Es un poco ridículo eso. Quizá Ramos necesite a alguien que le diga dónde se tiene que poner o hasta dónde tiene que salir.

El Mourinho madridista fue un acierto. Otra cosa es que luego se muriera incluso de su propio acierto. La gente no soporta tanto acierto y utiliza todos los medios a su alcance para quitárselo de encima. El acierto ajeno. A veces veo a la plantilla y veo también el barracón de la compañía de Reconocimiento a la que llega el sargento Highway. Los veo a lo suyo, cubiertos con toallas y escuchando reguetón. Veo incluso algún pitillo de flojo, no un pitillo de futbolista. Pitillos de polloperas que toman batidos de frutas y no whiskys para calentarse. Mourinho es un Highway. El problema es que la tropa no está para aguantar a Highways. La tropa quiere tenientes de intendencia que les dejen seguir escuchando reguetón. Lo dijo el mismo Ramos, al que podríamos llamar Stitch Jones, quien nunca fue más el ayatolá del Rock’n’ Roll.

El Mourinho madridista fue un acierto. Otra cosa es que luego se muriera incluso de su propio acierto.

Mourinho debe volver con todos sus supuestos fracasos y su decadencia para llevar a esta plantilla de la oreja a la barbería, pisotearles las gafas y putearles hasta el extremo de que se crean de verdad fuertes e importantes y no unos colegas campeonísimos que ahora se dedican a chulear desde el banco de un parque. Yo creo que esa unión familiar de la que hacía gala el equipo no hace mucho llegó a su cúspide precisamente en aquellos momentos. Ese pico se desmorona lentamente. La familia se disgrega. No hay más que verlos sobre el campo, como si fueran extraños, en grupos, en pandillas. Yo veo a Benzema más protagonista que nunca, más esforzado y brillante que nunca porque está haciendo de pegamento. Benzema lucha por juntar las piezas, porque no se separen. Y a veces lo consigue, pero no es suficiente.

Hace falta que los lleven a todos juntitos de la oreja a la barbería. Que un hombre con peluquín, u otro con el pelo teñido chocantemente de negro zahíno, les haga un corte escolar y los despache quitándoles los pelos del cogote a brochazos. Y que pase el siguiente. Y que en el cole se haga lo que diga Mourinho hasta ordenar este desbarajuste (me acuerdo de los ciclos de Kollins) que no ha hecho más que dar sus primeros signos. Por esto pienso que debe volver Mourinho, razones pueriles, ya ven, y también, permítanme, por esa fantasía tan solo libidinosa de que vuelva a las andadas como en los mejores tiempos, como William Munny, y un día diga metafóricamente en algún lugar aquello de: “Os aconsejo que enterréis a mi amigo Ned, porque si no volveré y os mataré a todos, hijos de perra”.

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Casi Redondo

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Llegará un día en que Benzema no golpeará la pelota. No la tocará. Ese camino es inexorable. Karim casi teledirige ya la pelota. Es la renuncia moderna a patearla. El Madrid transita en estos tiempos movido por el francés virtuoso. Un movimiento como de placas tectónicas. Es como si Benzema estuviera sentado, muy concentrado con los ojos cerrados y a su alrededor se movieran y flotaran las cosas. Es un campeonato éste ganado en ingravidez. Futbolistas flotantes dirigidos por Karim y sustentados por Llorente, que hace las veces de metrónomo y baluarte, casi Redondo.

El ganador de la Copa de Europa no cambia, tampoco el del Mundial de clubes, pero sí van cambiando las formas por suerte. El giro o la mudanza lenta. Se va notando cierta ventilación. Despacio, muy despacio mientras unos ojos gigantes de Karim lo dominan todo, lo controlan. Son como los ojos de Drácula en Transilvania, que viaja por el mundo como enterrado en cajones llenos de tierra de su hogar y luego sale a jugar hecho una belleza que va conquistando, enamorando hasta a los más reticentes a base de ser, aparte de un tiquismiquis genial, campeón del mundo. No es la pegada, sino la contrapegada de Benzema. La contrapegada del Madrid contagiada de su nueve único que va definiéndose mientras a su alrededor los objetos, como Llorente, gravitan, van de un lado a otro llenándose de autonomía. Benzema va regalando sus dones, y ahora se ve, al fin, que también va regalándole campeonatos al Madrid. Campeonatos mentales como este mundialito, donde lo más radiante ha sido ese no tocar la pelota.

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Crónica del cocido navideño de La Galerna

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Lo malo de las reuniones de La Galerna es que, cuando te despides, siempre te das cuenta de que no has hablado con alguien, al menos no lo suficiente. Ya puede darse prisa Fredo Gwynne (uno de los ausentes, en este caso ya recalcitrante, pero esto es otra historia) en montar el Club Social.

La cuestión es que podamos acudir cuando nos plazca y así poder subsanar esa pequeña molestia de las multitudes y de las mesas largas donde el individuo se difumina. Una pérdida en conjunto, vaya, aunque ya hubiera querido el premundialístico Madrid de Ancelotti disponer de semejante elenco.

Yo pienso que, mientras Fredo ultima las gestiones para la apertura del club, La Galerna debería organizar no cenas o comidas (por estupendo que sea una Pintxoterapia [gracias, Juanjo] o el cocido de Casa Jacinto), sino unas jornadas galernautas con pensión completa, donde dé tiempo, como don Santiago manda, a enervarse y a quererse mientras uno tira del Madrid de un lado y otro del otro.

Yo vi a Joe Llorente (un sabio helénico) algo sorprendido con ese tira y afloja, claro que cómo no sorprenderse con Manuel Matamoros subiéndose como un adolescente por las paredes. Manuel quiere contarnos siempre (es como si necesitara liberarse de esa carga, y yo lo entiendo: ese madridismo admirable debe de pesar como un muerto) su enciclopédica y vivida sabiduría en un par de horas. Y claro, eso no es posible. Por mucho no es posible.

Eso sería cuestión de días, pongamos en un chateau de la Provenza, catando vinos como hilo conductor mientras se contempla el atardecer del viñedo desde la terraza. Algo parecido se siente, no miento, al escuchar a José María Faerna, que siempre parece hablar desde Venecia y no porque nos cuente todo el tiempo cosas estupendas como que una vez se encontró en el vaporetto a Giuseppe Cipriani, el fundador del Harry’s Bar, incluso cuando habla de Mourinho.

Asistir a una reunión de La Galerna es como escuchar Las Cuatro Estaciones. Tiene invierno, primavera, otoño y verano musicales, orquestales, y unos cuantos Vivaldis haciendo lluvia con violines y truenos con violas. Yo, fundamentalmente, escucho. Para qué perderme el espectáculo por contar mis cuatro manías.

Yo mis manías me las guardo y me siento a aprender con una sonrisa, a solazarme y a dejarme acariciar (y a curarme) por esas ventoleras encadenadas. Jesús Bengoechea puede encender una cerilla con un cada vez más notable aire madribritánico, una cosa ussíawodehousewoodyalleniana con insignia madridista en la solapa, y esa llama no apagarse durante horas sostenida por un finísimo, apenas perceptible hallazgo falstaffiano, un Falstaff, Eduardo, que vive bajo el sol de California y no bajo las nubes de la Pérfida Albión. Así yo también soy Falstaff, pero sólo él lo es.

Imagínense. No sé qué más se puede pedir. Quizá que Jorgeneo (también lo tenemos) hable y uno pueda comprobar que hay un torrente de perspicacia en una cabeza que merece varias sesiones, un tiempo pausado, que amenice el talento huntersthompsiano de Andy haciendo saltar los vasos sobre la mesa.

Lejos, demasiado lejos, me quedaron esta vez Nacho Faerna y su joven padawan Alberto Cosín, que allá en Tattooine debían hablar de cosas hermosas y planetas indescriptibles. Ir a una reunión de La Galerna es eso mismo, descubrir nuevos mundos mientras se habla del Real Madrid (o de la vida, que es lo mismo) con unos locos maravillosos, y con otra loca maravillosa (y lista y valiente) como mi amiga Lucía. No me digan que no es para, por lo menos, acabar en la calle cantando súbitamente a Tony Ronald.

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Brahim, Apichat… y Pong

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Hay muchos aficionados a los que les molesta que se haya fichado a Brahim Díaz. Brahim Díaz es un desconocido. Blanche Dubois siempre confiaba en la bondad de los desconocidos y acabó loca, pero no por esa confianza. Hay locos y otras cosas que no confían en nada. El madridismo, esa época de la Prehistoria, ese dinosaurio aún vivo, está llena de ellos. El berrinche por Brahim es una repetición en el tiempo. Alguien tiene que enfadarse regularmente desde la Edad de Piedra. Que Brahim no se lo tome en serio porque a los enfadicas se les espera. Se enfadan con el Madrid que es como enfadarse con la vida, con su vida.

Muchos enfadicas severos llevan intentando enfadarse (y consiguiéndolo) los tres últimos años de Imperio en Europa. Ahora, al fin, pueden enfadarse sin rebuscar demasiado. Aunque se pasan. Siempre se pasan. Pobre Brahim. Pero Brahim no tiene la culpa, como tampoco Apichatpong. A Apichatpong lo trajo un día Nacho Faerna a la redacción de La Galerna a propósito de una conversación informal sobre el affaire (vamos a llamarlo así) de cierto personaje, personalidad más bien, cuya sórdida filmación él achacaba con humor al cineasta tailandés, ganador de la Palma de Oro en Cannes en 2010 por su película ‘El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas’, título sin duda prometedor de inolvidable tostón.

Nacho dice que lo único divertido de Apichatpong es su nombre (Weerasethakul es su apellido), que yo imagino tan divertido como enfadarse porque el Madrid ficha a Brahim Díaz por unos pocos millones. Algunos ocultan su disgusto con ironía, o sucedáneos de ironía de mayor o menor éxito, y con sentencias. Sentencias que luego escurren hasta que no les debe de quedar nada en la toalla, reseca de peroratas.

Apichatpong es un nombre sicalíptico muy apropiado para la película rijosa que Nacho le atribuía, y a mí me parece que Brahim es otro nombre sicalíptico para esta película madridista que quieren hacer rijosa y que tantos se atribuyen como si la hubieran escrito hace años, cuando el Madrid era una y otra vez campeón de Europa y de casi todo y lo sigue siendo.

Hay algunos que no sabemos leer los signos y luego nos pilla la realidad de improviso, como celebrando ser aficionado del mejor equipo del mundo. Esos Budd Schulbergs del madridismo llevan años diciéndonos que más dura será la caída, muy enfadados. Ellos quieren figuritas, o dicen querer figuritas para dejar de enfadarse (los imagino como a mi hija cruzando los brazos y sacando el labio inferior hacia afuera, pero más feos) y no hay nada que les pueda hacer más daño, parece ser, que les traigan al joven y desconocido Brahim.

Se les puede ver y oír pataleando todo el rato apoyados (yo diría que solazados) por el mal momento del equipo. Yo, que no sé apenas nada de fútbol, sí estoy ilusionado con el pequeño Brahim, como con todos los demás pequeños (el Madrid parece el nido esperanzador, lleno de nuevas vidas, de una maternidad), y también contento por el refunfuñar (muchas veces cosas peores) del personal, como si les hubieran pillado in fraganti en actitud comprometida y el divertidísimo Apichatpong los filmara. Un Apichatpong como Brahim Díaz retratándoles para su película, esta vez sí, rijosa, a la divertida señal de: ¡Apichat!… y luego “pong”.

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Todo OK, José Luis

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Estaba pensando en una torre de control. El VAR, no el VAR como invento (invent, más bien), sino el lugar físico donde se realiza la acción propia del VAR (a la que podríamos llamar “varear”), me recuerda a una torre de control. Claro que es una torre de control especial. El propio acrónimo ya es susceptible de cachondeo casi infinito (el VAR y el bar, ya se sabe) utilizado con mayor y menor fortuna.

El caso es que el VAR, después del episodio sicalíptico del esplendoroso “Todo OK, José Luis” (¿es José Luis el nombre más forgiano de la tierra?, ¿no oye usted “José Luis” y se imagina a un hombre español calvo y sufriente y escépticamente resignado acompañado de una mujer con rulos?), me recuerda a ambas cosas.

Por un lado, está la torre de control, y por otro el bar. El VAR es una torre de control/bar donde los controladores están ahí como tomando cañas y olivitas en un ambiente de agradable francachela mientras dirigen el tráfico de los aviones.

Las instituciones del fútbol, al menos las españolas, son como otras instituciones de estructuras idénticas (trabajadores, jefes, directores, presidentes…), sólo que sus miembros, y me refiero casi exclusivamente a sus dirigentes y mayores responsables, parecen salidos del más espeluznante, por típico, bar con mostrador de cinc, y sacados de él, efectivamente, por los otros parroquianos que les tiran de la chaqueta mientras uno orina en la farola más cercana, bonita estampa: “Vámonos, José Luis, que no vale la pena. Vámonos a casa que es martes y son las doce”.

Se dice por ahí que es el mismísimo Roures (el hombre más malo del universo, sucediendo al esteta Aleister Crowley, todo es degenerar) quien los recluta en persona (para el VAR) para que luego le sirvan con fidelidad, que no es más que hacer en la torre de control lo mismo que hacían en el bar, sólo que con el poder real (no sólo de palabra) de perjudicar al Madrid o a quién se desee.

En el audio difundido el otro día a propósito de la acción entre Vinicius y el portero Rulli, se puede comprobar que estas cosas imaginarias de bar de las que hablo son casi exactamente así. Se escucha el tintineo de los vasos, el ruido de la tragaperras, algún exabrupto lejano, las voces de la parroquia… mientras, por sorpresa, se escucha a uno, un jefe que impone su criterio, que dice que de penalti nanai: “Todo OK, José Luis”, dice varias veces tras observar en silencio el estruendo de las imágenes, reflejo inequívoco de lo que se venía sospechando sin audios que valgan: el ruido de la torre, ese “varear” tramposo en medio de la confusión de la máquina de café y la friegaplatos.

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Terciopelo azul (y grana)

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No parece haber ningún futbolista, del Madrid, mayormente, que pueda salir a decir que se cisca en el VAR y en todo lo que lo rodea. Sin rodeos. Ayer, Recio, jugador del Leganés, vino a hablar claro al respecto, muy claro para lo que se estila, pero seguía advirtiéndose el freno. Él parecía querer ciscarse en el VAR y en todo lo que lo rodea y en todos los que de ello se benefician, pero se contenía.

No deja de ser ridícula esa contención. A Recio ayer se le notaban los humos (casi saliendo de su cabeza) pero las palabras lo matizaban. Ese ejercicio de contención es portentoso por la capacidad de los contenedores y por el poder de la censura intangible, que tácitamente prohíbe decir las cosas como son a la vista de unas imágenes inequívocas.

el poder de la censura intangible, que tácitamente prohíbe decir las cosas como son a la vista de unas imágenes inequívocas.

Otra cosa es el tráfico de imágenes. Hay un estraperlo de vídeos e instantáneas que se mueve en el mercado negro. Es como si las imágenes reveladoras del tinglado pudieran ser ocultadas en una sociedad en la que casi nada puede ser ocultado como antaño, o lo que es lo mismo: los extraperlistas tratan a la gente como a idiotas.

No se habían visto términos tan grotescos desde hacía mucho tiempo. Estamos viviendo la explosión (después del desarrollo villarístico) de lo grotesco en el fútbol español. Lo grotesco sólo puede darse por medio de la imposición. La mafia perdura por la imposición de lo grotesco, percibido claramente ayer en la denuncia contenida, casi con lágrimas en los ojos, de Recio.

Se hace necesario una suerte de libertador o de libertadores a la vieja usanza, aunque sólo sea para emocionarnos un poco. Futbolistas que desde el campo de batalla luchen contra la infamia sin contención. Con la épica olvidada. Me imagino a Juanito, de ser en estos días un joven futbolista, diciendo a propósito del último escándalo que la utilización del VAR es malvada en términos menos suaves.

Pero no hay Juanitos que valgan (ni Mourinhos, por cierto), sino millenials acomodados. No hay tipos como él que en un arrebato maldito le pisen a uno la cabeza. Juanito se arrepintió de aquello al instante, para no volver a hacer nunca nada parecido.

Hoy no parece haber nadie que se vista de blanco al que se le pueda ocurrir pisar la cabeza a un contrario (por suerte, no como en otros sitios, donde se ha hecho costumbre) ni, sobre todo, hablar sin tapujos con la retranca de la vida y el peso de las gónadas entre las piernas. Hoy todos son muy correctos. Y cuando más correctos son más los pisan, como si tuvieran que demostrar algo. Quizá el dichoso señorío, esa cosa definida por quienes se ríen de ella.

En el Barcelona, en cambio, se ríen de todo y de todos. Ese Busquets es un tipo de cuidado con sus fingimientos. Fingimientos que ya no son tales a fuerza de probar un cada vez mayor histrionismo y triunfar. Busquets ríe con el éxito de sus mentiras, camino de convertirse en verdades en el caletre de este individuo y en el de todos sus compinches (la botella racimo, el penalba y tantos otros) si no lo es ya para siempre.

Obsérvense las declaraciones a propósito de la acción entre Suárez y Cuéllar del mismísimo Valverde, con el demonio ya dentro. Es eso mismo de su infancia y el reportero Canut que Kollins recuerda aquí en La Galerna. La verdad la construyen ellos, se erige en sus mentes y se extiende al mundo por medio de los poderes mediáticos que les aplauden y les tapan, como el trío de la tele negando ayer la evidencia, y sin contrastarla, los mismos que hoy se justificaban, lo justificaban todo, bein pagados de sí mismos.

los mismos que hoy se justificaban, lo justificaban todo, bein pagados de sí mismos

En esa sonrisa satisfecha, en ese gesto de chufla que acompaña a los futbolistas del Barcelona se contiene la bula. La vergüenza de un deporte ensuciado. Esa verdad reconstruida les permite, parece ser, ser felices a ellos y a sus seguidores, ciegos corderos víctimas de lo grotesco y sus sermones.

Véase si no a Xavi Hernández (“los del Madrid son la hostia…”) y el púlpito de profeta que lo acompaña siempre. La risa, esa sonrisa que muestran desafiantes, es la verdad que no debe ser cuestionada a riesgo de ser calificado de caverna o de cosas peores, como madridista.

Hay unos paralelismos con la política de aquellos lares casi sangrante, pero no tocaré más por aquí este tema. Aunque no sé por qué, si es el propio Barcelona y sus más señeros representantes quienes lo hacen sin remilgos. Lo grotesco es que ellos lo hagan y el resto deba callar. Es esta la censura sistemáticamente interiorizada en casi todos nosotros.

Lo grotesco es que Luis Suárez haga en cada partido, varias veces, lo que Juanito hizo en una triste ocasión en su vida y no haya sido expulsado del campo nunca desde que juega en esta competición. Esta Liga grotesca, grotescamente diseñada para que la gane el equipo de la verdad, la mayor mentira del deporte.

La proeza no es la que nos venden con sus sonrisas y sus mantras y sus eslóganes de VAR y las ocho Ligas de diez, sino las dos de diez. La Liga de Mourinho y la Liga de Zidane son los dos hitos deportivos del siglo. Más que tres Copas de Europa consecutivas. Esas dos Ligas son la victoria definitiva e imposible de la fuerza y el talento sobre el poder del engaño.

Pero eso ya está demostrado. Yo digo que no hay que competir más en este teatro. No así. Y yo digo que, de hacerlo, no hay por qué ser modosos. Esos futbolistas del Madrid parecen obedientes alumnos de internado frente a los guays (en realidad están poseídos, como en The Faculty) del instituto culé. A mí me parece que, más que delanteros o centrales, en el Madrid hacen falta futbolistas que se cisquen en el VAR y en todo lo que lo rodea, que no es nuevo.

Gente que le mire a los ojos  y se ría abiertamente del youtuber Busquets y demás farsantes, o le pare los pies al agresor uruguayo, siempre suelto, antes de que alguien encuentre una oreja entre la yerba igual que en Terciopelo Azul (y grana). Gente que se rebele contra el imperio de lo grotesco y lo diga en los medios grotescos, por mucho que sirva tan poco como competir, precisamente, en este campeonato grotesco.

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I Love You, Real Madrid

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Ayer vi Borg/McEnroe. La película, encantado desde el primer minuto. Luego pensé en cómo sería una película de fútbol con esa atmósfera tan estupenda y con la misma idea: el enfrentamiento mágico desde todos los puntos de vista, sobre todo desde la idiosincrasia y el carácter personal de los contendientes. Llegué a la conclusión muy rápido de que no podría darse un resultado tan sencillo y encantador como el del filme de Janus Metz Pedersen, donde uno de ellos, McEnroe, es el villano que al final se convierte también en héroe. Y de qué forma.

No voy a tratar de establecer paralelismos absurdos entre los dos tenistas y el Real Madrid y el Barcelona, por ejemplo. El Barcelona jamás podría ser héroe al final porque lo sería de manera forzada durante todo el metraje: lo impondrían por contrato, igual que en la realidad; pero más allá de ver a unos jugadores concentrados o ensimismados como el gran Björn (imagino a Jordi Alba tratando de contener sus demonios y, en lugar de contemplando la muerte de cerca desde un balcón monegasco, con el Mediterráneo de frente, lo veo diciendo ¡quita, hombre! y dando manotazos a unos niños admiradores mientras pide en el ultramarinos del barrio una bolsa de Risketos), también se necesitaría esa atmósfera envolvente de la que hablaba al principio: el público que llena el relato.

El público futbolero podría llenar más bien una película de Manolito Gafotas, en contraste con el público tenístico, que bien valdría (cada vez menos) como atrezo de los cuentos galantes de Maupassant. En el Real Madrid es especialmente sintomática esta característica. Hay madridistas que no podrían salir más que en Torrente, o como mucho en alguna de destape de los setenta, y que sin embargo se creen que vienen del salón de Madame Verdurin. Gente con muy mala leche, gente sin compasión, además, que no para de criticar a su equipo y se cree parte fundamental en sus victorias, del mismo modo que no se considera parte en absoluto de las derrotas.

Es el aficionado win-win, que está por encima del Real Madrid siempre, o lo que es lo mismo: a su vera en la bonanza y a distancia en las vacas flacas. Pensando en esto y en el tenis se me apareció Rafael Nadal. Nadal acaba de perder en Australia su cuarta final ante su némesis, Djokovic, y no hay ningún aficionado que lo silbe o lo critique con esa saña típica madridista en sus distintas variantes de salón (el indignado, el irónico, el vidente, el sabio…). Al mismo público que aborrece sistemáticamente a Lucas Quinto no se le ocurriría aborrecer sistemáticamente a Rafael Nadal y, aparte de las diferencias que existen, no encuentro la razón por la que a uno sí y a otro no.

Nadal acaba de perder en Australia su cuarta final ante su némesis, Djokovic, y no hay ningún aficionado que lo silbe o lo critique con esa saña típica madridista

Miento, sí la encuentro, pero en nada más que en una pose. En un mohín pueril. Una rebeldía madura, o sea, una actitud histriónica que intenta justificar una supuesta posición preponderante del aficionado. Madre mía, el aficionado. ¿Cuándo el aficionado se vio con la oportunidad de sobresalir en esta historia exclusiva de peloteros, de elegidos para la gloria? Yo veo a esos silbadores, a esos Sénecas de la pipa, a esos tribunos del Tuiter hacer la goma con el Madrid y dan ganas de sacarlos de este asunto de la solapa y cerrarles la puerta en las narices. ¿No les gusta el Madrid como Nadal? Pues hala, a gritar y a criticar a casa.

Yo podría asegurar que a los culés les gusta su Farsa igual que Nadal, y al valencianista y al sevillista. Con su equipo son aficionados tenísticos y no futboleros. Con su equipo son esas adolescentes que llenaban las gradas de Wimbledon chillando histéricas con sus camisetas pintadas a mano en las que escribían en el pecho: I Love You, Björn, y no esa otra gente que abucheaba a McEnroe. Cuando las cosas vienen mal dadas, ese espectador madridista es un crítico de McEnroe, como si McEnroe fuese McEnroe, como si McEnroe fuese el Real Madrid, y no hubiese posibilidad alguna de que ese público lo aplaudiese en la gran derrota londinense de 1980, como si no hubiera sido capaz de ver todo lo que era, ni de intuir todo lo que vendría después.

 

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She’s a rainbow

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Que Benzema se ha liberado es algo que podemos ver noche tras noche. Lo que no sé muy bien es de qué. Puede que sea mayormente de la marmórea sombra de Cristiano. Es como si hubiera jugado toda la vida con grilletes. Y sin quejarse. Él iba por ahí arrastrando sus cadenas con sus bolas de presidiario mientras buena parte del respetable lo silbaba. Quién les iba a decir a tantos que ahí estaba su capitán. Es como lo de Francia. En Francia no quisieron preservar esa capitanía que los iba a significar. Claro que luego ganaron el campeonato como si Benzema no significara nada. Y eso a él no le importa. Bueno, probablemente sí, pero no le afecta. Benzema hace del ataque o del ninguneo fortaleza y a la vejez, viruelas. Claro que no todo en este Madrid recobrado es la Goulue imponente y descarada de sutileza.

Es la juventud del Madrid que dirige Benzema y se impulsa en Vinicius, fuente de energía inagotable. El Madrid tiene en esa banda izquierda un generador para los próximos diez años. Un generador de felicidad. Nos lo ha estado repitiendo Fredo Gwynne sin cesar todo este tiempo. Fredo tenía razón. Y desde antes de que el desdichado Lope decidiera que había que “cocerle” en el Castilla, lo que Vini aceptó sin rechistar. En eso se parece a Benzema, en la resiliencia. Y sobre la resiliencia el Madrid está construyendo su futuro. Solari también sabe de eso. Su carrera como futbolista fue un ejercicio victorioso de resiliencia entre los galácticos. Y lo que nos está enseñando como entrenador tiene esas maneras mejoradas, además de las de un zidanismo de verbo florido que a mí me enardece.

Ha puesto a Marcelo a secar. Y a Isco. Y a Keylor. Con todo el dolor y la incomprensión que esto produce. Eso son decisiones. Porque había que decidirse. Porque hay que decidirse. Pero los ha puesto a secar al sol, en la terraza, con una vista estupenda y un Spritz en la mano. De ellos depende disfrutarlo. Yo no tengo la sensación de que haya apartado a nadie. Los está ubicando y el Madrid funciona. Ha vuelto la rotación alegre. Alegre porque todos brincan de nuevo como potrillos. Ese equipo que muchos veían decrecer en calidad y cantidad con los años. Esos que apuntaban sin descanso a la gestión se han visto, otra vez, sorprendidos por la resiliencia. La resiliencia siempre acaba sorprendiendo a la impaciencia. La resiliencia y la audacia de la dirección está dando sus frutos. Está todo ahí: la resiliencia, la audacia y el talento. Es como la victoria del silencio frente al ruido. Es Lucas Quinto convertido en titular protegido frente a las protestas.

Esas protestas no sirven. No son de fiar. Y como tales las tratan y se las toman los que de verdad saben. Ese ruido tan habitual es lo menos madridista que hay. Lo madridista es el timbre y la melodía con los que el Madrid encara este febrero duro y seco. Es el frufrú de las faldas de la Goulue que persigue el joven sátiro de Vinicius Jr. por toda la pista de baile. Este Madrid son esos colores de los Rolling Stones que se me vienen caprichosamente a la cabeza como una banda sonora. Este Madrid son esos Rolling Stones. Ella es un arco iris que amenaza el VAR Nou vestida de azul. Porque ella peina su cabello y llegan colores en el aire por todas partes. Yo escucho ese piano y veo como tiemblan los que lo están oyendo a lo lejos. Están nerviosos porque no saben lo que les espera. Presienten a esa reina dorada y pletórica de la antigüedad que ha regresado, como cada año, para reclamar su primavera.

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Gol de Bale

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No es un gol sino una revelación. El gol de Bale es en sí mismo una categoría futbolística, casi espacial. Una que les cuesta reconocer a los antimadridistas y a muchos madridistas. El gol de Bale no es cosa para aficionados. Para aficionados me refiero a iniciados. El gol de Bale está siempre apostado, siempre atento. Es como una esencia, como si no pudiera agotarse ni utilizarse de cualquier manera y en cualquier momento. Como si el cargador sólo tuviera balas escogidas para la posteridad.

Es un superpoder elevado. Y se contiene. El gol de Bale observa las jugadas y aprieta los dientes. A veces cierra los puños y golpea la tierra con ellos. Se requiere fe para creer en el gol de Bale, espectáculo de dioses. Es como si alguien lo sujetara, como si le hubieran enseñado al galés, igual que a Kal-El, que sus poderes han de ser usados para hacer exclusivamente el bien. Un bien sublime.

Gareth Bale juega al fútbol intentando cargar la maquinaria que da lugar al gol de Bale. Pero no es fácil. Es como un molinillo de café del que se lograra sacar inexplicablemente oro en polvo. Cuando está lesionado tiene que esperar como un soldado melancólico en el hospital, mirando el horizonte sobre el mar al atardecer, antes de irse a dormir apoyado en su muleta. Y luego tiene que regenerarse, sentirse, recuperar la movilidad autónoma que le devuelva su poder.

Bale parece siempre herido de bala. Imagino su espalda y su vientre lleno de cicatrices en el vestuario. Por eso quizá el gol de Bale es una pesadilla para sus enemigos y un milagro para sus seguidores. El enemigo no puede comprenderlo, pero conoce la furia contenida durante la convalecencia, donde se disparan las ideas. Temen cada regreso suyo, por eso lo bombardean. Creen que es un profesional, como el de Luc Besson. La tecnología y el pundonor garethiano se encienden cuando arrecian las críticas. Suele coincidir ese punto álgido de desprestigio con la apoteosis del gol de Bale. El gol de Bale viene para zanjar cuestiones de un cabezazo, de un zurdazo o de un chilenazo.

El gol de Bale es una bofetada (como la del otro día a uno que despotricaba contra él en Cope, tan solo unos segundos antes de que Gareth lo retratara) de las que te dejan marcada la mano en la mejilla y te sonrojan de vergüenza interior. Es una venganza exquisita, muy apropiada, sutil y contundente. El gol de Bale enmudece los estadios. El gol de Bale recarga al propio Bale, que se desprende de una vez de todos esos adjetivos que le han ido adhiriendo a la piel desde el último gol de Bale.

Se pudo ver el sábado en el Wanda, cuando el de Cardiff disparó con precisión al punto exacto por dónde tenía que entrar la pelota en la portería del gran Oblak; cuando en el aire saltaron todas las miserias endosadas, como las gotas de sudor de los púgiles al ser golpeados en cámara lenta. Esas miserias, esas gotas de sudor bien miradas, son en realidad esos críticos sedientos siendo lanzados a través de la cristalera, como por la borda, desde lo alto de un rascacielos o por la ventana de un bar. Son ellos dando vueltas en el aire, desenmascarados, aterrados. El gol de Bale los lanza siempre metafóricamente por encima de sus asientos mientras los demás aplaudimos.

El gol de Bale es la venganza perfecta (como cuando se van sucediendo al mismo tiempo todos los ajustes de cuentas pendientes de Michael Corleone) y, sobre todo, el arma definitiva. Esa arma le ha dado al Madrid noches de gloria. Ese gol de Bale tan caro, tan esquivo. Ese gol inteligente y sorpresivo. El gol que deja que lo olvides para deslumbrarte como la primera vez. Lo que sueñas y se hace realidad. El gol que está ahí siempre lejano, y sin embargo te ronda.

Y sientes que te observa como Drácula a Mina Murray. Ese gol que se pierde mientras se escupe sobre su memoria y de pronto él aparece como el sábado en el Wanda, como William Munny bajo la lluvia. Yo he visto demasiadas veces (y usted también) a todos esos boceras arrastrarse hasta el (poli) rincón más oscuro, como si le hubieran oído decir, bajo los truenos: “Todo aquel que quiera seguir con vida será mejor que se largue”.

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Reivindicación de las vísceras

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Joe Llorente usa muy bien las palabras. En su crónica de la final de la Copa del Rey de baloncesto vuelve a hacerlo. Usa con precisión y sabiduría las palabras. Pero yo, que esta noche he tenido una especie de hernia conceptual, por donde se me ha salido un pellizquito de mala leche, he venido a decir que, aunque sea por esta vez, no me importan las palabras. Y menos unas de las que, en mi transitorio (espero) estado de irracionalidad (lo reconozco, Joe), saco enloquecedoras conclusiones de comprensión, justificación y/o resignación ante lo sucedido hoy en el Wizink Center de Madrid.

Yo ya estaba como Las Grecas (literalmente) haciendo como que bailaba flamenquito para atenuar el rebote (muy apropiado el término), y ha sido leer el artículo de mi admirado Joe (también el de admirado Vicente Salaner: tampoco me lo tomes en cuenta, estimado Víctor) y ponerme como Vivian Leigh en Un Tranvía llamado Deseo cuando al final llegan los del psiquiátrico para llevársela: “¡Ese no es el hombre al que esperaba, ese no es el hombre al que esperabaaaaa….!”. Y más o menos ahí sigo, así que he decidido aprovechar el ataque y escribir a sus lomos en reivindicación de las vísceras, siempre tan denostadas.

¿Qué más da (y esto lo digo en un momento de lucidez en medio de mi enajenación) que la falta antideportiva de Randolph no fuera sancionada por esos individuos a los que llaman árbitros? ¡Si no fue sancionada! No lo vieron. Es evidente que no lo vieron. Fue un error. Pero la realidad es que esa acción ilegal jamás existió, como tampoco existió la falta de Claver a Taylor hace un año. Con la diferencia de que esa sí la vieron. Aquella omisión le dio la victoria al Barcelona, igual que el error de hoy (además de las jugadas y canastas posteriores) le hubiera dado la victoria al Madrid de no darse después la solución final.

Si el Madrid dejó escapar una ventaja de diecisiete puntos es porque antes obtuvo una ventaja de diecisiete puntos. El rival juega, y bien. Y lo hizo, remontó. Después de eso vino la igualdad. El Madrid no se vino abajo, resistió la presión de verse superado en los minutos finales. ¿No se puede dejar escapar una ventaja de diecisiete? Pues claro que se puede. ¿Acaso es fácil obtener esa ventaja? Es tan difícil como mantenerla sobre un gran equipo como el Barcelona. Y no pudo ser. Pero se aguantó.

Y a falta de cuatro segundos para el final el Madrid ganaba de uno. Propiciado ese marcador por el grave error de los árbitros, el cual subsanaron salomónicamente inventándose una norma, o yo qué sé lo que hicieron (no estoy pensando, no quiero ser comedido, ni siquiera razonable) para perjudicar al Real Madrid, una vez más. Una vez más frente al mismo rival. Para mí no fueron dos errores como dos Tavares como dice Joe: hubo un error y luego un atraco. No es que no se acertara en ninguna de las dos jugadas. No se acertó en una (como en tantas) y se compensó con la otra (la última, la definitiva) ante la atónita mirada del mundo.

El quid es la compensación demencial. El caso está en la ¡arbitrariedad! manifiesta. Una arbitrariedad totalitaria que ensucia el baloncesto español lo suficiente como para que se grite de una vez, y no se relate como si fuera una acción más del partido, y para que yo hoy no repare en cuidados. Por eso uno, pobre madridista en crisis, va inconscientemente buscando consuelo en sus afines y, de repente, se encuentra con lo que cree (en su estado predelictivo) que es una rendición ignominiosa, o casi peor: algún tipo de equidistancia moral, una especie de superioridad reglamentaria a estas alturas (cuando nos han vuelto a engañar, con el día que llevamos), y claro, me vuelvo Blanche Dubois despotricando de Karl Malden porque la ha dejado plantada, o mejor, Marlon Brando destrozando la vajilla sobre la mesa, la mandíbula saliente y la servilleta colgando de la camisa, antes de salir a refrescarme.

Y me gusta. Lo confieso. Estoy aquí regodeándome en mi hartura (como rompiendo lunas de coche por la calle a placer) y me voy sintiendo mejor. Estoy como comiendo con las manos las alitas de pollo de Stanley. A lo Stanley. Me entero de que el Madrid, oficialmente, ha pedido una explicación y huelo como a sangre. Me sale el gesto libidinoso de Hannibal Lecter. Quiero carne fresca. Estoy mal, lo sé. Tan mal como Felipe o como Rudy. Estoy sencillamente hasta los mismísimos de esta desfachatez constante, que constantemente tiene el mismo beneficiario. En el baloncesto, en el fútbol y en las tabas. Arbitrar es difícil, querido Joe, estoy convencido de ello, pero nada tiene que ver (no es igual de difícil, no es nada igual) con lo que han hecho hoy esos árbitros, de los que nada se puede decir a favor.

Todas las oportunidades perdidas lo son en igualdad de condiciones. Sin igualdad de condiciones no sólo no existen las oportunidades perdidas (porque ni siquiera existen las oportunidades a secas) sino que tampoco existe el juego, ni su belleza, ni su emoción. Tampoco la crónica que escribes, como si lo sucedido esta noche, lo que de verdad importa y no el error (insisto: un error de tantos) de no pitar falta a Randolph, hubiese borrado todo lo sucedido antes, incluida esa misma falta que todos vieron y nadie verá documentada, no como esa canasta de Tomic que nadie vio y sin embargo sí quedará documentada hasta el final de los tiempos como una vergüenza ejemplar.

 

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Un trauma

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PD. Esta entrevista es pura invención a partir del hecho cierto de que el jugador Lionel Messi disparó con el balón al público del estadio Santiago Bernabéu el diecisiete de abril de 2011. La Galerna muestra su respeto por el espectador real, que guardó ejemplarmente la compostura ante la cafrada.

 

Hace casi ocho años que Lionel Messi, la estrella y mito del Fútbol Club Barcelona, para muchos el mejor futbolista del mundo e incluso de la historia, disparó un balón con toda su fuerza y alevosía a la grada lateral del Bernabéu. Apenas se habló en los medios de aquella agresión indiscriminada, que fue cubriéndose poco a poco con un tupido velo azul y grana. Hoy La Galerna ha decidido descorrerlo en vísperas de la decisión del comité de competición sobre el gesto indescifrable de Gareth Bale el pasado nueve de febrero en el Wanda Metropolitano.

Hablamos en exclusiva con la víctima de aquel infausto diecisiete de abril de 2011. Nuestro protagonista prefiere preservar su intimidad y por expresa petición personal desea que lo llamemos “La Pulga”. “La Pulga” nos recibe en su casa. Las persianas están semicerradas. Apenas entran algunos hilos de luz del atardecer de Madrid. Lleva gafas oscuras en la penumbra. El lugar me recuerda al despacho del dueño de los Knights en la película The Natural, con Robert Redford.

Me siento en un sillón que el anfitrión me ofrece con un gesto. Él se sienta enfrente, en el sofá. Nos separa una mesita de mármol con patas de hierro donde pongo el teléfono para empezar a grabar. Le pregunto si podría abrir las persianas un poco o encender alguna luz para mis notas. Me dice que puedo encender la lámpara de pie que hay justo detrás de las orejas del sillón. Apenas puedo distinguir su rostro. Tengo una curiosidad de Willard tratando de distinguir a Kurtz entre las sombras. Pronto desisto de ello.

LA GALERNA. ¿Qué recuerdos tiene de aquel día?

LA PULGA. Hasta que ocurrió, recuerdos muy alegres. Como casi siempre que jugaba el Madrid. Aquel día, contra el Barcelona, era además un día especial.

LG. Dice que hasta que ocurrió…  ¿Qué ocurrió exactamente? ¿Cómo sucedió?

LP. Yo estaba sentado en mi localidad, que estaba muy cerca del terreno de juego. Recuerdo ver a … perdón, es que me cuesta nombrarle… a ese jugador…

LG. A Messi…

LP. Sí. Lo recuerdo correr hacia la banda en busca del balón que le había enviado Alves muy largo desde el otro lado. Yo estaba sentado. La pelota se marchaba con claridad. Iba a superar la línea sin remisión, y entonces él, de pronto aceleró, corrió con todas sus ganas y vi como cargaba su pierna para chutar… (“La Pulga” deja de hablar unos segundos, carraspea, extiende la mano hacia un lado y coge un invisible (hasta ese momento) vaso de agua. Me ofrece levantando el vaso. Le digo que no con la cabeza. Bebe. Prosigue con voz temblorosa) … vi como cargaba su pierna para chutar… Yo no lo podía creer. Estaba paralizado. Y de repente lo hizo… ese jugador disparó el balón hacia el público, hacia mí. Y lo vi salir casi en cámara lenta desde su bota. Recuerdo al principio su nitidez redonda y clara. Y luego cómo se empezó a hacer cada décima de segundo más y más grande, y cómo se empezó a oscurecer. Recuerdo la imagen borrosa del jugador al fondo. Y luego ya no vi nada durante unos instantes.

LG. ¿Qué pasó después?

LP. Me tapé con las manos, pero la fuerza con la que iba la pelota dobló mis dedos y me golpeó en la frente…

LG. ¿Resultó herido?

LP. Nada más que un buen balonazo en la cabeza. La herida fue otra.

LG. ¿A qué se refiere?

LP. A que nunca he vuelto a pisar el Bernabéu. Ni siquiera he vuelto a ver un partido de fútbol.

LG. ¿Cómo es posible eso? ¿Qué pasó?

LP. Al principio me encontré simplemente desconcertado. Recuerdo que la gente a mi alrededor empezó a gritar y a insultarle y a lanzar cosas al campo. Se levantaron todos. Yo me quedé sentado. Vi como los jugadores del Madrid lo rodeaban y lo recriminaban. Y recuerdo al árbitro interponiéndose entre ellos. Pensé que lo amonestaría, que le sacaría una tarjeta. Una amarilla, al menos. Pero no hizo nada. Vino a separar a los jugadores y después mandó continuar el juego como si nada…

LG. Muñiz Fernández era el árbitro…

LP. Sí. Lo recuerdo bien. Iba peinado con gomina. Arbeloa levantó las manos, me acuerdo. Yo me quedé paralizado.

LG. Entonces, ¿qué le sucedió? ¿Qué pasó para que no volviera a pisar un estadio, ni para ver más fútbol?

LP. Algo hizo crack dentro de mí cuando el árbitro no sancionó aquello. Aun hoy no me lo puedo explicar. Podría haberme roto la nariz o dañarme un ojo. O a cualquier otro espectador. Podría haber herido a un niño. Podría haberle hecho mucho daño. Ni siquiera fue castigado después por el comité de competición. Aquella conducta fue terrible y la ausencia de respuesta peor aún. Recuerdo cuando Cantona saltó la valla y empezó a pegar a un espectador. Lo de este jugador fue mucho peor porque fue cobarde. Disparó y luego corrió a resguardarse lejos de la banda. Ya le digo que algo hizo crack en mí unos minutos más tarde.

LG. ¿Qué sintió?

LP. Sentí como un miedo repentino. Una fobia incontrolable que se fue extendiendo los días siguientes y los meses y los años… hasta hoy.

LG. ¿Por qué le afectó tanto? Quiero decir, con todos los respetos, normalmente un hecho así no suele produce secuelas tan graves…

LP. Nunca pensé que un jugador dentro del campo pudiera agredirme. Siempre pensé que eso podría ocurrirme en la grada, entre la gente, en la calle… no sé. En cualquier lugar menos en el campo y por un futbolista. Sin más. Sin razón, ni provocación alguna. Yo simplemente estaba allí y sucedió. No he podido recuperarme.

LG. Ni siquiera ha podido ver fútbol por la televisión…

LP. No. Me produce extrañas sensaciones y acabo teniendo miedo. Pánico, más bien.

LG. ¿Nunca más ha podido ver fútbol?

LP: Verá. El año pasado estuve viendo el Barcelona/Madrid del final de la Liga. Casi lo vi entero con gran sufrimiento. Empezaba a encontrarme mejor a pesar de las muchas tropelías que sufrió el Madrid durante el encuentro, hasta que vi cómo un jugador del Barcelona golpeaba a Marcelo en ambas piernas, derribándolo, ante las mismas narices del árbitro, que no hizo nada, como aquella vez. Entonces me sobrevino el vértigo y tuve que dejar de verlo. Fue muy duro.

LG. ¿Y ha seguido, sigue usted, aunque sea por medio de la prensa, los resultados, está al tanto de las noticias?

LP. Durante un tiempo ni siquiera pude hacer eso. Ahora sí estoy al tanto, relativamente. Cuando me enteré de aquello del tal Aytekin tuve una recaída y ahora tengo más cuidado. Me hablaron del penalba y tuve que sujetarme para no desfallecer. Un tal Hernández Hernández me produce lipotimias. Y Mateu Lahoz urticaria. Y hay más.

LG. ¿Y de Suárez? ¿Qué opina de un jugador cómo él?

LP. Tengo pesadillas. No lo mencione más, por favor. Le diré simplemente que a veces sueño que estoy en mi antigua localidad en el Bernabéu, y de repente aparece Suárez por debajo y me empieza a devorar arrastrándome hacia el campo como si fuera el tiburón de Spielberg.

LG. Es horrible.

LP. Desde Luego. Pero no más que la realidad de aquel día del que hablamos, y ese jugador…

LG. ¿Y qué piensa (no sé si ha podido enterarse), después de la impunidad de Messi en su caso, de que por un simple gesto de Bale el otro día en el campo del Atlético de Madrid, un gesto que podríamos denominar inclasificable, el comité de competición esté decidiendo si lo sanciona o no?

LP. No podría responderle sin riesgo para mi salud.

LG. Comprendo. Discúlpeme. Una última pregunta: ¿Por qué ha pedido que le llamemos “La Pulga”? Supongo que sabrá que ese el mote por el que es conocido cierto jugador…

LP. Hace poco leí La Metamorfosis, de Kafka. Y estoy muy suspicaz con los insectos. Veo insectos por todas partes. Cuando pensé en el anonimato fue lo primero que se me vino a la cabeza.

 

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Ateo de Leo Messi

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Por más que lo intento no consigo reconocer la supuesta grandeza de Messi. Por todas partes escucho esa loa incesante. Es como si llamara a mi puerta cada vez que el argentino hace algo destacado sobre el campo. Yo abro y me asaltan imágenes y voces repetidas. Los flases me ciegan y entre medias de los fogonazos veo al pequeño Lionel corretear a una velocidad de FFWD entre los rivales. Luego cierro la puerta, aturdido, y pienso un momento, en silencio, y sólo consigo ver una religión donde los fieles pueden ser desde adoradores de Kali en el templo maldito hasta fans de Justin Bieber.

A los adoradores de Kali les da igual si juega bien, mal o no juega porque están constantemente arrodillados y sólo levantan la cabeza como para respirar en su automatismo fanático; y los fans de Justin son capaces de recitar su vida y milagros independientemente de su estado de forma o de su inspiración o de la realidad, para ellos, llegados a este punto, bagatelas. Es como si D10S ya hubiera venido, hubiese hecho sus milagros y ya sólo quedara adorarlo sin descanso. Yo he intentado unirme a esta fe. He intentado sentirme inundado, desde mi madridismo, por esa música celestial y no lo he logrado.

Recuerdo que una vez leí un artículo de Manuel Jabois escrito (según decía el autor) en un impulso laudatorio después de ver un gol de Messi. Recuerdo cómo acudí a leerlo: como si al fin la verdad me fuera a ser revelada. Pero tampoco. En él encontré sólo a un nuevo adorador, para mi decepción. Un converso reciente. Pensé que era otro adepto a la religión y que sus palabras, sin duda bonitas, no me transmitían absolutamente nada. Es como si llevara el pelo corto y una camisa blanca. Como si me hablara con acento americano y oliera a hamburguesa.

Yo me considero un ateo de Messi, y esto es casi como ser un cristiano en Roma. Y no soy un ateo de Messi por convicción sino por imposibilidad. Por inutilidad, si se quiere. No puedo creer en Messi. Lo he intentado, pero no puedo. Lo he observado con atención muchas veces. He juntado las manos para rezar mientras lo hacía. He cerrado los ojos y los he vuelto a abrir. He llegado a fingir estupefacción después de una jugada suya, tratando de imitar el pasmo que se producía a mi alrededor. Nada. Ni siquiera cuando su juego o sus goles han perjudicado directamente al Real Madrid. Nada más allá de la molestia lógica. Ni la más mínima emoción.

Hay veces que me encuentro con un adorador o con un fan y ellos mismos me expulsan de su iglesia sin quererlo. Ellos creen que con sus gestos y con sus palabras pueden atraerme, pero en realidad lo que hacen es repelerme. Huyo de allí como un apóstata aunque nunca profesé la fe. Escucho a los bardos y me parecen Asuranceturix. Escucho a los poetas y suenan como recontranerudas. Oigo a los periodistas y me parece oír a Maná chillándome canciones de amor al oído hasta dejarme completamente sordo.

Yo a Messi lo evito para que no me haga sufrir mi indiferencia y para evitarme a los fieles que no me dejan dormir la siesta. No sé qué puedo hacer, aunque en realidad no quiero hacer nada. A Messi ya no se le puede ver en silencio para juzgarlo como es debido. Yo lo veo como a un actor que no logró triunfar en el cine mudo después de triunfar en el sonoro. A Messi siempre lo acompaña el ruido de toda esa gente que lo sigue como seguían a Forrest Gump. Sí que sería gracioso, por cierto, que un día se parase de pronto y dijera, como Forrest: “Estoy muy cansado, creo que me iré a casa”. “¿Y ahora que haremos nosotros?”, dirían todos los demás.

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La lengua de las mariposas

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El cero a tres de la Copa me hizo daño de tal modo que tuve que alejarme del bullicio. He vagado unos días absorto, mientras a lo lejos oía los ecos de Mourinho, del Florentino dimisión, de la limpieza de vestuario, de la destitución de Solari, de los reproches variados, de los fichajes...

Hasta ha salido de su escondite Ramón Calderón por si se le echaba en falta en medio de la gresca, ese esquivo y vilipendiado Boo Radley de Matar un ruiseñor: Matar un Calderón. Nada que no fuera previsible.

No podía oír las mismas cosas de siempre. No quería escuchar a los racionales ni a los impulsivos. Tampoco a los agoreros ni a los videntes, ni a los catastrofistas ni a los filósofos. A nadie. No quería escucharme ni a mí mismo, a pesar de no que no tenía nada que decir. Luego pensé que no tener nada que decir era lo que me alejaba del ruido.

Por fin nada me hacía saltar de la silla. Oí a lo lejos el inconfundible timbre de voz de ese defensa central del Barcelona como quien oye ladridos en la noche desde la cama. Era como ver de nuevo la misma función, con los mismos personajes, el mismo argumento y el mismo final.

El mismo ejercicio gandul de zarandeo de la cosa odiada y de la cosa amada. Me di cuenta de que lo que buscaba era la belleza perdida, y de que la belleza (con toda su mala leche adjunta) no estaba por ninguna parte. Ese era el motivo del desconsuelo que sólo se paliaba al pensar entre suspiros en Vinicius y Reguilones: hasta me daban ganas de tejerles una rebequita.

La hermosura y el ataque enterrados, ensuciados por el desconcierto y, sobre todo, por el ruido ensordecedor. No se oye la música. Sólo las voces roncas, las voces de pito. El mal del Madrid saca lo peor de muchos individuos. Gente que nunca vislumbró el halo lanzaroteño de Bale.

Es esa gente que odia salvajemente a Lucas Vázquez, ¡a Lucas Vázquez!, hasta dedicarle piropos mejores que al uruguayo mordedor. Esa gente que golpea cuando la víctima está en el suelo, cuando está herida. Es esa afición infantil lanzando piedras al viejo profesor que le hablaba de la lengua de las mariposas.

Es esa prensa malvada. Esos canales esbirros. Entre todos (también el aire confuso de los jugadores, sobre todo de algunos [diría que es lo de menos]) han creado el ambiente turbio que rodea al Real Madrid. Un ambiente como de pelea de gallos.

Una cosa sucia y sórdida de la que me salí el miércoles para respirar. Ya estoy de nuevo por aquí, recién ventilado. Y les aseguro que el Madrid que se ve ahí fuera puede ser incluso peor, pero no es el mismo que nos presentan por estos andurriales.

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Instrucciones para el día después

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Cuando hoy venga alguien a decirle cosas agradables, dígale que usted es del Madrid y que está muy orgulloso de serlo. Cuando ese alguien le mire con sorpresa y se reponga casi instantáneamente y luego empiece a hacerle sutiles gestos de burla, por ejemplo con los dedos, mírele a los ojos y dígale amablemente que no es necesario que haga eso porque es muy feliz, de verdad, y nada va a cambiar ese estado. Cuando tarde unos segundos en recuperarse de esta respuesta y lo intente arremetiendo contra Solari, dígale que el argentino es el entrenador del Madrid y que usted está siempre con el entrenador del Madrid, sea quien sea. Y más en momentos como este. Cuando, tras dejar de sonreír de repente, ese alguien vuelva a la carga al respecto de un jugador, digamos Kroos, por ejemplo, dígale que Kroos es un gran jugador, un gran centrocampista que ha demostrado sobradamente su valía. Dígale que los hombres fallan y que usted es del Madrid, pase lo que pase. Cuando entonces le hable de Florentino, ya sin ningún asomo de cordialidad en el gesto, dígale que Florentino Pérez es el mejor presidente del Real Madrid desde don Santiago Bernabéu, que lo fue durante veinticinco años y durante diecinueve de ellos sin ser campeón de Europa. Cuando ese alguien empiece a enarcar las cejas y se introduzca en los procelosos caminos del sentimiento y le mente la prepotencia del Madrid, dígale que eso no existe. Dígale que lo que existen son los títulos y que eso no es prepotencia ni nada parecido (en todo caso potencia) sino datos, hechos incontrovertibles. Si le habla de datos, ya casi enfadado, y de las fallas madridistas al respecto, dígale que usted pierde la cuenta de los datos cuando se traducen en gloria, gloria contante y sonante, la gloria incomparable del Madrid en el mundo, como la que se refleja en el hecho de que tanta gente se alegre por su derrota porque es el mejor. Cuando ese alguien ya eleve el tono de voz y acerque el rostro al suyo y le diga que la mitad de esos títulos son comprados o regalados, pregúntele si como la Copa de Europa de este mismo año, o esta Liga o esta Copa del Rey, o las de la última década. Dígalo todo con serenidad. Con una sonrisa franca de caballero o de señora. Si a pesar de todo, ese alguien sigue insistiendo y olvida el plan de ataque pormenorizado para lanzarse a la mofa indiscriminada por medio de canciones o chistes o incluso bailecitos bachateros, sonría. Usted sonría siempre y dígale que está encantado de verle tan contento, con toda sinceridad; y de que un resultado tan adverso, una eliminación tan dura, al menos haya servido para hacerle sentir algo sólo remotamente parecido a la felicidad de ser madridista. Un privilegio que, por lo visto, nunca podrá tener.

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Hay que vender a Courtois

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Courtois siempre me pareció un cebo más que un estupendo portero, que lo es de cualquier modo. Lo digo por el precio que pagó el Real Madrid por su contratación. ¿Se podía rechazar el fichaje del belga por esa cantidad tan interesante? Yo creo que en otras circunstancias desde luego que no, pero sí precisamente en las que se daban. El año de los fichajes fantasma va y aparece Courtois. Una ganga. El mejor portero del Mundial por el coste de, por ejemplo, un tercio de lo que le supuso, en el mismo período, Allison al Liverpool.

Por eso ahí vi yo siempre un cebo. Un cebo para el Madrid. Como meter un caballo de Troya en el Bernabéu. Como si el Madrid fuera Ab Snopes, ese hombre faulkneriano obsesionado con los caballos al que Pat Stamper le vende un penco literalmente inflado y pintado, que de camino revienta y con la lluvia se despinta. Claro que Courtois no es un jamelgo trucado, al menos aparentemente.

Yo soy de los que apostaban por Keylor y el joven prodigio Lunin para la portería. La cantidad de dinero utilizada para pagar el traspaso de Courtois bien podía haber sido empleada en la contratación de un jugador de campo, tan necesitado como el del Madrid. Pero se cayó en el cebo. ¿Es Courtois el caballo de Pat Stamper? Desde luego que no, pero no hacía falta ir a la feria a por un caballo teniéndolos ya magníficos.

A la feria había que ir a por mulos, parece ser. Pero no se hizo. Se volvió de la feria con Courtois, que juega sin discusión por delante de Keylor, el tricampeón de Europa, mientras el joven Lunin es ninguneado en su cesión y con ello detenida su proyección. Yo no es que viera volver ese día a Snopes timado con su caballo, pero una sensación parecida me inunda a medida que pasa el tiempo. Como si Snopes fuera regresando a su granja durante meses.

Ahora mismo Courtois tiene la misma pinta de percherón que buena parte de sus compañeros de equipo. Es un aspecto desdichado que me cuadra con el gafe. Courtois no nos ha levantado de la silla en ningún momento. Es como si no hubiera pasado la prueba intangible para ser jugador del Madrid. Es como si en su precio estuviera la explicación. Una explicación incierta con un desarrollo indescriptible bajo los palos.

A mí lo que me parece es que con Keylor el polo norte o sur del Madrid no se derretía, y con Courtois sí. Veo ahí una masa de hielo inconsistente. Ese guardameta magnífico del Atleti y del Chelsea y de la selección de Bélgica se ha despersonalizado en el Real Madrid. Cuántas veces un portero ha sobresalido sobre el rumbo torcido del equipo. Cuántas veces un equipo se ha sobrepuesto apoyándose en el baluarte de un gran portero. Él mismo lo hacía a la ribera del Manzanares.

Pero esto no ha sucedido en esta temporada extraña y errática del Real Madrid. Courtois no ha trascendido. Ha impactado en el juego del Madrid con tan poca épica como llegó. Porque llegó como un cebo, como en una subasta. Pat Stamper nos vendió un caballazo sin pedirlo, del cual sabía que bajo el arco madridista se convertiría en un simple cuadrúpedo sin alma. No ha sido criticado ni alabado. Son invisibles en el Madrid sus indudables cualidades.

Con Courtois no hay emoción.  Keylor tiene detractores y admiradores, pero a todos nos ha levantado del asiento más de una vez. Aún me acuerdo de la pretemporada y de Lunin y el runrún. Esa mirada tipo Doncic. Esa prestancia. El intangible, la personalidad que se posee o no. A mí me parece que Courtois no pega con el Madrid. Courtois es en el Madrid una hombrera, un pantalón de campana a pesar de ir a la moda.

Hay que sacar a Courtois del Madrid (y meter con el dinero recibido una carga de profundidad) para darle color a esa portería donde todo parece entrar sin resistencia y sin remisión, aunque no sea suya la culpa. Courtois seguirá teniendo una gran carrera lejos del Madrid. Hay que pintar esos palos de algún color vivo que nos ciegue y ciegue a los rivales. Hay que quitar ese aire cenizo, anodino, que se contagia no sólo al resto del campo sino a los espectadores. Yo a veces pienso que Keylor era un amuleto y lo quitaron, y con ello se nos acabó la suerte.

Como si todas las desdichas madridistas no hubieran empezado con el abandono de Zidane o la marcha de Cristiano sino con la sustitución de Keylor por Courtois. Como si las desgracias no hubieran venido por las ausencias importantes, por los vacíos mentales y tácticos y técnicos, sino por los espirituales. Como si el rostro felliniano de Courtois apareciese de pronto por momentos sobre el rostro viscontiano de Solari. La insipidez de Courtois como el retrato del pobre Dorian Solari.

Es como si con Courtois Dalila le hubiera cortado al Madrid el pelo poderoso de Keylor y nadie se hubiera dado cuenta. No hablamos de un timo ni de un error, sino de una tragedia bíblica.

 

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Keylor, por la gracia de Dios

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Es una intervención divina que Keylor fuese el sábado el guardameta titular del Real Madrid. A Keylor Dios siempre lo escucha. Nunca lo abandona. Keylor es un penitente y ya lo decía el cuaderno del doctor Jones padre: “Sólo el penitente pasará”.

Hay una razón que no admite duda respecto a Keylor, y es que Keylor nunca pierde, como Parker Lewis. En eso es como Zidane. A veces puede parecer lo contrario, pero nunca pierden incluso cuando pierden. Es algo parecido al “no lo pueden entender” pero en color.

Keylor y Zidane se reconocen. Ven un par el uno en el otro. Es el aura. Van dejando una estela como de ángel, como si se hubieran visto el uno al otro las alas ganadas por sus servicios.

Keylor es un hombre de fe y de Zidane. Todo el mundo esperaba la decisión del francés para la portería y ha sido como si le mascullara al oído a Tom Hagen/Bettoni con una mano en la boca: “Llama a Luca Brasi”.

No era una decisión técnica, sino una decisión extrasensorial y profesional. Es el jefe que se trae a su equipo, en el que está Keylor con sus plegarias atendidas: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, dijo Santa Teresa. Keylor siempre está preparado y una sola parada suya bastará para sanarnos.

Eso lo sabe Zidane. Zidane sabe que Keylor comete fallos, pero también sabe que esa sola parada suya nos salvará. Porque esa parada es el ángel Clarence impidiendo que George Bailey se suicide. Al final siempre se trata de que el Madrid nos cuente la historia de Qué bello es vivir.

En eso de la parada que nos sanará y nos salvará es como Bale. Bale comete fallos, pero tiene ese gol que tanto nos ha sanado y salvado y tanto aún nos sanará y nos salvará. El sábado ese rescate de Zidane a Keylor me devolvió a la infancia.

A cuando el Equipo A sacaba a Murdock del manicomio en el que se había convertido el Madrid. Ha vuelto Zidane y he escuchado la música después de aquello de: “En 1972, cuatro de los mejores hombres del ejército estadounidense fueron encarcelados por un delito que no habían cometido...”.

Que era justo el momento antes de que yo saltara excitado sobre el sofá como si cantase La Marsellesa. O como si Ramos hubiera marcado en el noventa y dos cuarenta y ocho. Hay que creer en esa parada de Keylor. Esa sola parada suya. Hay que creer como cree él en Dios y en sí mismo. Hay que creer como cree en él Zidane, o sea Dios.

 

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Hay que comprar a Canales

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Quizá algún lector piense, debido a mis últimos artículos, que no me gusta Courtois. Pero no es cierto. A mí Courtois me gusta. Es un guardameta con unas condiciones estupendas. Posee todas esas cosas que dicen los entendidos: sale bien por alto y todo lo demás... pero pienso que hay que venderlo. Ya expresé en otro artículo las razones por las que creo en esta salida casi irreverente. Una decisión políticamente incorrecta que subsanaría la decisión políticamente correcta de ficharlo.

Aunque no lo crean (al menos de momento), no he venido hoy a hablar del portero belga. O no del todo. Yo he venido hoy a hablar más bien de Canales, de la portada de Marca y la rodilla tatuada del santanderino (como Gento), exmadridista que ha vuelto de tres lesiones muy graves y del que ahora se vuelve a hablar felizmente. Esa rodilla con una raspa de pescado es el triunfo de la humanidad sobre su infortunio. Y que Canales vuelva a salir a en las portadas deportivas es una cosa emocionante.

Yo soy de los que querían ver triunfar a ese niño en el Madrid porque Canales era un poco canterano. Un canterano cedido al revés en el tiempo en el Racing. Me gustaba verlo allí con esa juventud salir de pronto al campo vestido de blanco. Era una gran esperanza española, uno de esos chicos que con el tiempo da nombre a una quinta, pero no pudo ser. No le llegó para ser nada en el Madrid y, tras una cesión prudencial de un año, al siguiente decidieron venderlo.

Estaba pensando que vendería a Courtois de la misma forma que no hubiera vendido a Canales. La venta de Canales fue tan políticamente correcta como la compra de Courtois, y esto los hace caprichosa e inversamente proporcionales. La paciencia (en este capricho comparativo) yo la hubiera tenido con el joven Sergio, que para eso era joven, del mismo modo que hoy no la tengo con el espléndido Courtois (joven, pero ni mucho menos tanto), que no llegó para esperanzar sino para hacer lo que tantas veces había hecho en sus equipos anteriores.

Canales tenía algo de Butragueño, y de Guti. Gento dijo que, como él, iba a lograr muchos triunfos con el Madrid. Canales era un niño que jugaba al fútbol tan bien que imagino que lo llevaron a Chamartín sin enterarse, igual que no debió de enterarse cuando ya no lo quisieron. Yo lo he estado viendo sacar la cabeza a la superficie en el Valencia y en la Real con curiosa alegría. Supe de sus lesiones con tristeza y he podido comprobar con esa misma curiosa alegría (una alegría madridista) que el ostracismo no ha podido con él.

Recuerdo su última lesión porque jugaba la Real en el Bernabéu. Canales se rompió, por tercera vez, el ligamento cruzado. Lo recuerdo por el callado y lastimoso “no puede ser”, el enarcamiento de las cejas y el fruncido de la boca. Otra vez le perdí la pista durante años y resulta que aquí está otra vez, y cómo, desde el Betis llamado para la Selección, con ese pescado audaz tatuado en la rodilla como si fuera un poderoso amuleto que da igual si funciona o no. Es muy posible que nadie esté pensando en la venta de Courtois, del mismo modo que nadie esté pensando en la compra de Canales, pero yo pienso que ambas decisiones serían tan políticamente incorrectas como bonita la segunda.

 

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El Madrid no es un titular

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El abuso de los titulares fluorescentes ha convertido a casi toda la prensa escrita en objeto de recelos. Digo “casi” como si existiese una aldea gala que resiste al invasor, pero lo cierto es que incluso esa aldea se ve afectada de una u otra forma por esta plaga terrible.

Lo que han conseguido esos titulares como escaparates de barrio rojo, esos titulorrios, junto a otras no menores circunstancias, es que al lector (ese nuevo lector, cada vez más extendido [otra plaga], que no entiende nada más que la literalidad de lo escrito) le baste con el titular, con el titulorrio, para informarse, y después vaya por ahí con esas armas cargadas.

Todo el mundo con sus titulorrios encima, dispuesto a desenfundarlos a la menor ocasión, es mucho peor, más peligroso que el Lejano Oeste. Porque los textos no importan. Las palabras tampoco. Ni los argumentos. Ni el matiz. Ni la ironía. Los guardianes de la corrección política y de la moral están acabando con toda sutileza. Se lleva lo magro, que es el engaño en casi toda su grasienta magnitud.

Las fake news van por ahí. Se trata de movilizar a bastonazos, como a ovejas. La vara de un pastor es un verso del Don Juan comparado con un titular moderno. A veces uno cree que va a encontrar un oasis detrás de una duna enorme, pero no hay más que desierto.

La opinión, el debate, se sostiene entre titulorrios, saltando de uno a otro. No hay espacio, ni sensibilidad, ni posible comprensión para el equívoco. Ni siquiera para la sintaxis. Imagínese para la bondad o para la maldad. Todo es sospechoso. Todo es susceptible de intereses. El titulorrio es el eslógan. No hay lectura sino climatología. Por eso el Real Madrid es también un titulorrio. La mayoría cree que el Madrid es un titular. La mayoría es suspicaz. No se fía de los forasteros, como si el Madrid no estuviera aquí para desarrollarlo, para embellecerlo.

Los periódicos no escriben del Madrid, hacen titulares con el Madrid. Lo afean. La prensa y la afición y las aficiones contrarias han convertido al Real Madrid en un titular eterno y horrendo. Miles de titulares que son uno sólo. Un titulorrio al que la gente se agarra. Parece uno de esos trenes de La India con los pasajeros subidos en el techo y hasta colgando de las ventanillas. Eso es el Madrid si uno lo mira desde lejos.

Yo mismo traté de escribir sobre algo diferente hace unos días. imposible si se quiere, una cosa soñadora y cariñosa. Pero la literalidad de los lectores de titulares lo censuró con fiereza. Fue como ver a la pobre Blanche sacudir la cabeza con los ojos dando vueltas mientras le hablaban del hotel Pelícano, y yo sólo estaba hablando de Sergio Canales.

De lo bonito que sería, por fantástico, que él volviera de pronto, tantos años después y luego de tantos contratiempos, como un triunfador. Lo nunca visto. Algo memorable. Nada perteneciente a ninguna corriente, facción, tribu, ideología ni empresa madridista que se precie. Lo que vino después del artículo fue una distopía.

Hubo lectores que lo entendieron (no digo que les gustara, digo que lo entendieron) sin más. Pero muchos saltaron en defensa del titulorrio, de la moral y las costumbres: “¿Cómo va Canales a fichar por el Madrid?”. “¡Sacrilegio!”. “¡Un loco, un demente!”. “¡Un ignorante!”. “¡A la hoguera con él!”. “¡A mí que me den titulorrios!”. “¡A mí que me fichen a Mbappé!”. “¿A Canales?”. “Pero ¿qué dice?”. “¡Cómo es posible que escriba quien dijo esa blasfemia, esa estupidez, ese insulto a nosotros, los titulorriómanos!”.

Por momentos, me recordaron vivamente a Pierre Oriola, el baloncestista del Barsa, haciendo del Madrid un titulorrio, reduciéndolo todo al odio malsano de un titulorrio de la infancia, aquel que debió de marcarle para su desgracia, aquel que le cargó con un peso en lugar de hacerle sentir la felicidad que exhala el Madrid. Pobre Pierre.

Hay mucha gente que se cree que el Madrid es algo así. Una cosa vulgar y previsible y malvada sobre la que decir siempre lo mismo, como si no fuera una de las cosas más grandes que hay en el mundo, una de las cosas mejores con las que soñar en este mundo.

Según los lectores literales y guardianes de la ortodoxia opinativa también hay que soñar según los cánones, o a lo mejor también está prohibido soñar, porque soñar les ofende. Ofende a los que no sueñan, que por desgracia parecen ser muchos. Y dicen que son del Madrid. ¿Es posible que no sueñen y sean del Madrid? ¿Es posible que sean del Madrid sintiendo lo mismo que el infortunado Oriola?

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Gerard Piqué y la epanadiplosis

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Parece que se está hablando mucho de la entrevista de Piqué en La Resistencia. Yo no la he visto, pero sí algunos momentos del todo hilarantes, sin duda. Ese programa de La Resistencia yo no lo veo para prevenir la risa. Porque una risa como la que provoca es peligrosa. Puede darle a uno un tabardillo. La moderación siempre es recomendable, así que, por esto mismo, yo no puedo ver La Resistencia: qué risa tan horrible, tan incontrolable. Una risa constante. Qué dolor de tripa. Las mandíbulas al borde de desencajarse. Es oírle decir al presentador, a Broncano (es pronunciar su nombre y desternillarme al instante, no lo haré más, no lo pronunciaré más) “de puta madre” y tengo que apoyarme en algún sitio para no caerme. El otro día, con Piqué, dijo: “te suda la polla”, y me caí al suelo retorciéndome entre carcajadas.

No he visto la entrevista porque si lo hubiera hecho aún estaría riéndome y no podría, por ejemplo, escribir estas palabras de admiración. Además, ya se sabe que lo que se lleva es opinar sin informarse antes, así que aquí estoy: a la moda. Yo me he informado, de todos modos, por los cantos de Piqué, que siempre son debidamente difundidos para que nadie se pierda detalle de la belleza de sus gorgoritos. Piqué dijo, entre otras cosas, que tiene más dinero que el presupuesto del Español, el club de fútbol, y a la pregunta del entrevistador: ¿Cuántas veces has follado en el último mes? (obsérvese el estilo y la sutileza pretérita perfecta compuesta de “has follado”), respondió si contaba en el Bernabéu.

Como yo no he visto la entrevista, esos dos cortes me llegaron seguidos, sin avisar, y por poco tienen que asistirme para proporcionarme oxígeno pues me asfixiaba sin remedio. Vaya dos genios. Me meo. Es que me meo. Perdonen que utilice expresiones similares a las del genio Broncano, aunque él seguro que hubiera añadido un “coño”, por ejemplo: “Me meo, coño”; o un “hostia”: “Me meo, hostia”, o una más genial aún epanadiplosis: “Me meo, hostia, me meo”. Sólo de pensarlo siento escalofríos de risa. Ríanse ustedes de La Codorniz, o de Hermano Lobo. Hermano Broncano es el no va más. ¿Cómo es posible que un hombre tan serio luego resulte ser la representación humana de la diversión? El “puto descojone”, vamos, para que me entiendan todos sus seguidores.

Esto sólo está a la altura de algunos afortunados como él, elegidos, añadiría, con ese talento deslumbrante, o como el propio Piqué, un ser bendecido por los astros y por los medios que han dado a luz al perfecto lechuguino moderno. Pero no quiero desviarme de la conjunción planetaria del humor fino (y antimadridista, por supuesto) que se produjo el otro día en La Resistencia. Y ya habla sólo la imaginación por la imposibilidad personal de soportar semejante ingenio, y menos en doble medida. Piqué fue allí a hacer chistes (antológicos) sobre el Real Madrid (como siempre) y sobre el Español. A reírse (como siempre), repantigado en el sofá de su casa (su casa está en todas partes), de la gente con un cuidado exquisito, con un equilibrio tan medido y una justicia tan perfecta como la galdosiana de doña Perfecta (aquella que juega con la tragedia [entre sonoras risas, en este caso]), porque le apetecía, mientras a su lado se podía oír, mayormente, entre medias, un tronchante “de puta madre” o un vaporoso “me suda la polla” y hasta puede que un agudo “me cago en la puta” como para no parar de reír nunca.

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